
Es tan fácil guardar las cosas en el cajón del pasado y cerrarlo, cerrarlo a empujones, los papeles intentando salirse por la más mínima rendija, cerrarlo con pies y manos, con varias manos, como empujábamos la Dinamita cada vez que se ahogaba en las alturas del lago Titikaka, a más de cuatro mil metros, cerrar el cajón con llave y que misteriosamente se siga llenando de gente a la que nos cruzamos, de todos los policías que nos paran por el camino (Señorita, los documentos, por favor, a ver, ¿por qué no lleva la patente en su lugar correcto?, ¿éste seguro es internacional?, ya, ¿cuántas personas viajan en este vehículo?, ¿cómo dice?, ¿cuatro mujeres?, ¿solas?, ¿y no tienen miedo?, y, ¿hasta dónde se dirigen?, ¿qué?, ¿hasta México?), que se siga llenando de paisajes sin caras, de pueblitos que ya la Historia construyó con barro y olvido, de niñas con la vida metida entre dos trenzas y un aguayo, reproduciendo en cada paso los mismos movimientos de sus mamás como si este juego de vivir fuera sólo un dictado de escuela. Es tan fácil guardar en el cajón del pasado kilómetros y gasolineras que se llenan enseguida de polvo, y tan difícil, ahora que llueve tanto y la selva nos rodea con su calor viscoso, abrir el cajón y sacar, por ejemplo, la carretera que llega a Cuzco desde Arequipa, midiendo el combustible en cada curva, invocando al señor Kaos para que nos deje llegar a la ciudad donde nos encerraremos durante más de un mes, la ciudad donde dejaremos de ser cuatro para ser una más una más una más una y otros miles de seres. Es difícil abrir el cajón porque ahora todo es verde y hay pájaros con la cola amarilla que vuelan de un árbol a otro como si estuvieran jugando al escondite y cuando llegan a la rama que querían desaparecen de nuevo entre las hojas y hay otros que cantan como si estuvieran bajo el agua y yo quiero escribir sobre eso pero sé que he abandonado el diario de viaje y tengo que remontarme al pasado y abrir el cajón y desempolvar –y lo hago por Leo, que dice que leyéndonos es como si viajara con nosotras, o por Asier, que manejó la Dinamita y parece que eso le diera derecho a seguir asomándose a cada rato, o por Héctor Carús, el brujo Tito, que ya pronosticó la muerte de nuestra casa rodante allá en Coquimbo y ahora nos advierte, con la mirada clavada como un dardo venenoso en su bola de cristal, así me lo imagino, de que no nos separemos hasta fin de año, o por la duenda Carmen, que de pronto aparece en forma de canción de lluvia o de caricia de gato. Abriré el cajón de Cuzco como el día en que uno se dispone, por fin, a ordenar el armario (¡y si no, que me parta un rayo!, grita la Nati desafiando al mismísimo Zeus), aunque todo parece indicar que en esta historia hay tantas ciudades como cabezas y tantas cabezas como caminos a seguir en un laberinto.
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