
Luis Javier Guerrero había sido gordo toda su vida. No gordo de los que no pueden moverse y pollo y cerveza y más pollo y más cerveza. Pero desde luego nunca nadie lo confundió con un flaco. Era por eso que cuando alguien entraba a su casa, ahora que ya le habían pasado los cuarenta, se preguntaba quién carajo era ese rellenito fuertote que había invadido, con sus fotos, todas las paredes de la casa del señor Javier: diplomas, certificados, foto de la primera comunión, de graduado, del ejército, foto con una chica de la cintura, en una playa con una moto, con los amigos una noche de bares y copas. Por supuesto que el gordito no era otro que el mismísimo don Luis Javier Guerrero haciendo la comunión, con su primera moto, celebrando un partido de fútbol. Y la gente al saberlo emitía algo así como un triple pestañeo seguido de un graznido de pavo y un asentimiento, como si al final hubiera algo de obvio. Entonces era la cara de Javier deformándose en una risa atroz, los dientes negros, pequeños, separados, la cabeza pequeña como la de un mono, la panza peluda, plana, siempre acariciándose el ombligo. Y el sonido de la risa retumbaba en las paredes moviendo las fotos de Javier gordo y uno no sabía si reír con él o salir corriendo. Era como si en esos momentos los ojos de Luis Javier pudieran mostrar todos los muertos que habían pasado por sus dientes.
Javier. Los puros
Para fumar puros Javier tenía que encerrarse en la casetita del patio. Cuando uno lo veía caminando descalzo hacia el jardín, rascándose la panza flaca, sonrisa pícara, allá iba, a la casetita, a fumar los puros que le traían por cientos, como de contrabando, o como si alguien le debiera un favor demasiado grande. Javier entraba en la casetita oscura, la ventana era tan pequeña que sólo alcanzaba a pasar el calor pringoso de la selva, y prendía una vela grande de la Virgen de la Candelaria y con el mismo fósforo encendía el primer puro (otros dos encima de la mesita, entre de los dientes de tigre y de la cabeza de mono). Mordía la última parte del puro y la echaba en un tacho que había debajo de la mesa con miles de restos de puros que luego le servían de abono para sus plantas. Entonces Javier empezaba fumar el puro con ritmo cubano hasta que se enrojecía la punta como si fuera una cigarra. Si estaba solo, fumaba sin dejar de mirar el tabaco que ya se iba consumiendo, como si pudiera ver en él una película o un sueño lejano, nublaba los ojos, agachaba las cejas y quedaba medio bizco cuando el puro estaba ya por acabarse. De corrido prendía el siguiente y el siguiente cuando se acababa el anterior, y a ratos iba escupiendo en el tarrito de la esquina que estaba lleno de escupitajos y parecía como si escupiera la parte podrida de una ciruela. Cuando terminaba de fumarse los tres puros se levantaba y salía de la caseta mareado, como si acabara de aterrizar en la luna, o como si por dentro lo hubiera invadido una música africana de Guinea.
Si entraba con alguien en la casetita, entonces le hacía prenderse un puro cuando él ya se había fumado el primero, y le leía las cenizas que no se caían nunca, se quedaban pegadas al puro como si fueran historias de entre dientes, y entonces Javier hablaba de suerte, de hijos, de futuro, de amores pasados, de preocupaciones y de estrellas.
Javier. Las adivinanzas
- ¿Por qué te rascas?... te he visto.
Doña Bernardina tomaba café frío y se abanicaba con un diario viejo, ni siquiera se había dado cuenta de que se había rascado el pecho con la mano derecha.
- No sé, no me había dado cuenta- dice un poco sin entender, un poco con miedo porque la cara de Javier se transforma en una risa de caníbal.
- ¿Acaso te falta…?- Javier hace un movimiento seco de brazos y piernas dos veces. Risa de caníbal. Busca la respuesta en los ojos de la señora Bernardina.
- …Puede ser… ahora que lo dices… digamos que espero a alguien…
- ¡Ah!, ¡qué bueno!, ¡así es que pronto habrá fiesta!, me gusta, ¡ráscate!, ¡ráscate!
Javier. El café
Javier se levanta con el sol pero todavía tiene los ojos cerrados y bosteza cuando va al baño. Luego prende el fuego de la cocina y entre legañas enjuaga la olla, cinco cucharadas de café, un pedazo de panela, agua y a remover. Javier se sienta en la mesa y empieza a hurgar en los diarios viejos pero los ojos todavía no le sirven para leer. El café hierve tres veces, Javier apaga el gas y vuelve a dormirse. A lo largo del día va llegando la gente, algunos vecinos, otros vienen de Puerto Asís, de Santa Ana, y siempre es lo mismo cuando llegan a la casa de Javier, las puertas abiertas y una voz sabia y burlona, Pero pase, hombre, pase, tome asiento, hay café frío en la cocina.
Javier. Las despedidas
- Sí, en un ratito, cuando termine de escribir este cuento
- ¿Hacia dónde van?
- San Agustín
- Yo te voy a pedir algo, Laura. Regálame un pedacito de una hoja de tu cuaderno.
- ¿De MI cuaderno?
- De TU cuaderno
Lo miro sin desconfianza, arranco un rectángulo perfecto de la última página y se lo doy.
- Escribe- me dice. Sospecho que él no sabe escribir.- “KOMBI EXTRANJERA LLAMADA DINAMITA”
Y yo escribo en letras mayúsculas
- “NÚMERO”… ¿qué número es?
Sale de la casa y se para frente al Volkswagen amarillo, cara a cara, desde afuera me grita
- “7582”, ¡escribe!- Y yo escribo
- Ahora escribe:“ LAURA NATALIA PITU ALEXIS”, déjame ver. Eso es, ya está… Ah, sólo falta, aquí, mira, escribe: “VISITANTES. GRACIAS POR VENIR”. Así. Esto es todo lo que me queda de ustedes.