Entramos a Colombia por el Putumayo, por donde algunos nos dijeron que era peligroso y otros que era hermoso. Entramos por el Putumayo porque era el nombre del río, y de la discográfica, y además podía ser peligroso, y seguro era un lugar hermosísimo. Entramos y casi no entramos, casi nos decomisan la Dinamita pero nunca tan casi, y tuvimos que inscribir (de nuevo Dinamita Oficialmente trucha Ilegal) el número del motor en el motor y volver al día siguiente, rodeados por un ejército de adolescentes militares que nos pararían por las carreteras de todo el país durante tres meses. Ecuador quedó atrás con su absurda policía de inmigración y sus maravillosas carreteras públicas y su gasolina fácil. Llegamos al país del petróleo made in USA, de carreteras de piedra y charcos, de vacas indias, de sombreros grandes como sonrisas, de militares jóvenes y viejos pero siempre con metralletas, amables, divertidos, pero siempre con metralletas, de los paramilitares y la guerrilla y esa sensación de tormenta pasando por de puntillas por el cielo recorriéndonos el cuerpo, que daba un saltito con cada piedra: Colombia. El país del plátano se queda recopilado en fotos con dos integrantes de la plantilla oficial Dinamita, señorita Negra Blacky du Bronx y señorita Irencita de los Nomerompáslaspelotas con los años recién cumplidos pasarán dos meses en el loco Sucre de Quito con el elfo doméstico gritando ChileChileChile o CharanguitoCharanguito cada vez que bajaban las escaleras.

La carretera sin asfaltar te deja sentir un poco más la Tierra, pienso cagándome en los amortiguadores inexistentes de nuestra queridísima furgoneta. En los pueblitos nos aman pero no nos compran nada, nos dan comida pero nunca dinero, nos enseñan el río y nos miran bañándonos desnudos como peces, nos dan de beber cerveza Águila y otra y otra más y nos hablan de muertos y desaparecidos, de guerrillas y gobiernos, de cocaína. De nuevo los militares que nos paran y nos hacen bajar y revisan nuestros documentos truchos y nos miran de norte a sur y entonces (ya es de noche, el camino está agujereado y la Dinamita avanza tiritando como un combo de percusión) nos piden que llevemos a uno que está de permiso, ¡a un militar! Julián sube con una cerveza y vestido de paisano, se va de parranda después de un mes de servicio, Así es, nos cuenta, trabajas 40 días con la metralleta en la mano las 24 horas y luego tienes 20 días para emborracharte y olvidarte de todo. Y mientras, la propaganda de Estado por el camino: En Colombia sí existen los héroes: Ejército Nacional, tranquilo, nosotros vigilamos tus carreteras. Antes era más común, dice el tal Julián con su medallita de la virgen en la mano izquierda y la lata de Águila en la derecha, Uno llegaba, lo mataba a un campesino y guardaba unas armas en la casa del tipo muerto para poder denunciar que había acabado con un guerrillero… te dan 15 días de permiso si capturas a un guerrillero. Ahora no se pasa tanto, dice. La selva se dibuja en el camino como un grabado en sombras, cerros de palmeras, conciertos de sapos, grillos, pájaros y ese extraño Alguienescuchóeso que deja la escena colgando de un hilito por unos segundos. La selva verde, de todos los verdes, se vuelve negra y sólo se deja ver con la luz intimidante de una linterna militar. La selva escondida detrás de una cortina y a lo lejos tormentas que se escuchan como animales furiosos. Yo conduzco y Dizzy Gillespie me acompaña por los altavoces. Ahora las luces vienen de atrás: un furgón gigante en el espejo retrovisor. El militar que llevamos adentro, borracho y simpático, me dice, Oríllate y baja la velocidad, si no te adelantan en seguida es porque te quieren a ti.


La carretera sin asfaltar te deja sentir un poco más la Tierra, pienso cagándome en los amortiguadores inexistentes de nuestra queridísima furgoneta. En los pueblitos nos aman pero no nos compran nada, nos dan comida pero nunca dinero, nos enseñan el río y nos miran bañándonos desnudos como peces, nos dan de beber cerveza Águila y otra y otra más y nos hablan de muertos y desaparecidos, de guerrillas y gobiernos, de cocaína. De nuevo los militares que nos paran y nos hacen bajar y revisan nuestros documentos truchos y nos miran de norte a sur y entonces (ya es de noche, el camino está agujereado y la Dinamita avanza tiritando como un combo de percusión) nos piden que llevemos a uno que está de permiso, ¡a un militar! Julián sube con una cerveza y vestido de paisano, se va de parranda después de un mes de servicio, Así es, nos cuenta, trabajas 40 días con la metralleta en la mano las 24 horas y luego tienes 20 días para emborracharte y olvidarte de todo. Y mientras, la propaganda de Estado por el camino: En Colombia sí existen los héroes: Ejército Nacional, tranquilo, nosotros vigilamos tus carreteras. Antes era más común, dice el tal Julián con su medallita de la virgen en la mano izquierda y la lata de Águila en la derecha, Uno llegaba, lo mataba a un campesino y guardaba unas armas en la casa del tipo muerto para poder denunciar que había acabado con un guerrillero… te dan 15 días de permiso si capturas a un guerrillero. Ahora no se pasa tanto, dice. La selva se dibuja en el camino como un grabado en sombras, cerros de palmeras, conciertos de sapos, grillos, pájaros y ese extraño Alguienescuchóeso que deja la escena colgando de un hilito por unos segundos. La selva verde, de todos los verdes, se vuelve negra y sólo se deja ver con la luz intimidante de una linterna militar. La selva escondida detrás de una cortina y a lo lejos tormentas que se escuchan como animales furiosos. Yo conduzco y Dizzy Gillespie me acompaña por los altavoces. Ahora las luces vienen de atrás: un furgón gigante en el espejo retrovisor. El militar que llevamos adentro, borracho y simpático, me dice, Oríllate y baja la velocidad, si no te adelantan en seguida es porque te quieren a ti.
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