Punto y aparte. Oda a la gorda Dinamita, que ya no es nuestra, que probablemente ya no sea amarilla ni se llame Dinamita, ay, ¡qué hicimos! La última vez que nos llevó a Bogotá (después del infierno mecánico) no sabíamos que sería la última, y por no saber no sabíamos ni que nos llevaba. Estábamos en un trance parecido al trance en el que estamos ahora con el calor de mediodía en Cartagena. Manejábamos sin saberlo, casi diría sin mirar los espejos, sin girar el volante como si el camino fuera eterno derechito, hartas hasta de parar en las gasolineras, deseando llegar a una casa que no teníamos pero que sabíamos que nos estaría esperando. “Gorda, esta vez te has portado mal de verdad, esta vez no te la perdono”. Algo así le dijimos con la mirada cuando cerramos las puertas, agotadas pero a salvo, y pocos días después empezó el boca a boca, una decisión que no fue tomada en mesa redonda y que más bien era como un suspiro de a tres, una resignación fundamentada, un derroche de piezas engranadas que no querían llevarnos más a ningún lado, que no podían cruzar el tapón del Darién (tapón que tampoco cruzaríamos nosotras, aunque eso todavía no lo sabíamos): la Dinamita estaba destinada a quedarse en Sudamérica, a volver a viajar, a emprender su viaje rumbo a Uruguay con Óscar y su artesanía en plata y su bicicleta, ay, no con estas tres locas (que siempre serán cuatro porque los corazones no olvidan, no) hasta México. ¡Y ahora te echamos de manos, Dinamita! Pero teníamos que soltarte, suficiente con más de dos meses enferma, no podíamos aferrarnos a ir contigo por encima de todo, incluso de nosotras. Así es que Gracias, gorda, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, de punta a punta, ahora te toca bajar por Brasil, conocer Uruguay, Argentina y verificar si es que existe Paraguay o es una mentira del mapa, como suponemos nosotras después de algunas investigaciones pertinentes. Y para nosotras, el viaje sigue, pero diferente. La idea sigue fija en México, como cuando los niños saben que quieren Ese caramelo y no otro y no se van a conformar con ninguno que no sea Ese. ¡Aguante Dinamita!, ¡remen!, ¡remen!
miércoles, 29 de septiembre de 2010
sábado, 12 de junio de 2010
La llave trece (and also Ginger)
martes, 1 de junio de 2010
Lupita, Lupita
sábado, 8 de mayo de 2010
Y las esporas secándose

Qué cosa los pájaros que se aventuran sobre la ciudad, digo mientras miro por la cristalera, a la derecha la montaña grande, más allá el Montserrate, a la izquierda la ciudad que empieza a hacerse tan alta a partir de la setenta y dos, el verde se vuelve ladrillo, los caminos cuadrículas, coches y zapatos pisándose la huella una y otra vez. Arriba un pájaro blanco chiquito, al menos se ve chiquito desde la ventana, quizá esté lejos, se tira a la capital que ya desde lejos le devuelve su aliento de humo y alarma como saludo de Buenos Días, ya con tos (¿qué tos?) desde el principio. El segundo piso parece, de hecho, un observatorio de aves, se ven los pájaros atrevidos que se adentran en la cueva de los hombres, algunos temblarán. Más arriba hay otra escalerita y el tejado. Y a mi lado la señorita Medussa, tijera en mano y en la boca argentino, Qué grande que sos, dice, porque suena un piano y retumba muy alto en los cristales y podría ser Chopin. La música está ordenada por duración, de las canciones que menos duran, a las más largas. Chopin ya duró diez minutos, con sus tres movimientos, así es que no quiero imaginarme lo que será ésta de Bob Dylan. Vivimos con una extraña pareja. Uno riendas otro caballo, eso sí. Y luego está Dulcinea, siempre le salen peces en el horóscopo de las chocolatinas JET. Nosotras recortamos, por eso Medussa tijera en mano, y el suelo se queda lleno de papelitos. O entonces cocinamos y las hojitas verdes se derriten en la mantequilla para un dulce galáctico y la cocina se queda llena de platos sucios y harina. Últimamente rescatamos a lo grande, con seguridad y grandeza como tigres. Claro que para otras situaciones no soy tan carerraja. Ayer nos robaron, la escena me agarró sin avisar, la escena saltó como tigre y nos dejamos morder, pajarita estúpida, vuela.
Las Otras Edades
Ahora (liando tabaquito, papel de felpa, nos ganó el Smoking rojo, pero mañana verás): esta música de guitarra como de Vinicius de Morais tocando un tango (sí, sí) con un acordeón mientras a mi lado las chispitas del fuego y miro a la Negra y me la veo dinosauria. Claro, anciana de los Tiempos Remotos, terodáctilos, más allá del tren de Varsovia, anciana que se acerca un poco más a las piedras. Y Felipe, Felipe debe de ser de la época de los fósiles, o mejor de las estalactitas, pero de una estalactita justo que cae, se transforma en agua y cae, ese momento de estalactita es Felipe. Y yo me he visto en África, pero eso es millones de años después. Después de las dinosaurias y no digamos de las piedras volcánicas, quizá meteoritos. Digo, “me apasionan, tú no sabes, me apasionan las zebras, las jirafas y los tigres”, “Africana”, me dice rápido la Vane (que a veces es un poco como Laura Gastaldi atreviéndose). Sí, africana.
lunes, 8 de marzo de 2010
Retrato del señor Luis Javier Guerrero en la ciudad de Mocoa, Colombia

Luis Javier Guerrero había sido gordo toda su vida. No gordo de los que no pueden moverse y pollo y cerveza y más pollo y más cerveza. Pero desde luego nunca nadie lo confundió con un flaco. Era por eso que cuando alguien entraba a su casa, ahora que ya le habían pasado los cuarenta, se preguntaba quién carajo era ese rellenito fuertote que había invadido, con sus fotos, todas las paredes de la casa del señor Javier: diplomas, certificados, foto de la primera comunión, de graduado, del ejército, foto con una chica de la cintura, en una playa con una moto, con los amigos una noche de bares y copas. Por supuesto que el gordito no era otro que el mismísimo don Luis Javier Guerrero haciendo la comunión, con su primera moto, celebrando un partido de fútbol. Y la gente al saberlo emitía algo así como un triple pestañeo seguido de un graznido de pavo y un asentimiento, como si al final hubiera algo de obvio. Entonces era la cara de Javier deformándose en una risa atroz, los dientes negros, pequeños, separados, la cabeza pequeña como la de un mono, la panza peluda, plana, siempre acariciándose el ombligo. Y el sonido de la risa retumbaba en las paredes moviendo las fotos de Javier gordo y uno no sabía si reír con él o salir corriendo. Era como si en esos momentos los ojos de Luis Javier pudieran mostrar todos los muertos que habían pasado por sus dientes.
Javier. Los puros
Para fumar puros Javier tenía que encerrarse en la casetita del patio. Cuando uno lo veía caminando descalzo hacia el jardín, rascándose la panza flaca, sonrisa pícara, allá iba, a la casetita, a fumar los puros que le traían por cientos, como de contrabando, o como si alguien le debiera un favor demasiado grande. Javier entraba en la casetita oscura, la ventana era tan pequeña que sólo alcanzaba a pasar el calor pringoso de la selva, y prendía una vela grande de la Virgen de la Candelaria y con el mismo fósforo encendía el primer puro (otros dos encima de la mesita, entre de los dientes de tigre y de la cabeza de mono). Mordía la última parte del puro y la echaba en un tacho que había debajo de la mesa con miles de restos de puros que luego le servían de abono para sus plantas. Entonces Javier empezaba fumar el puro con ritmo cubano hasta que se enrojecía la punta como si fuera una cigarra. Si estaba solo, fumaba sin dejar de mirar el tabaco que ya se iba consumiendo, como si pudiera ver en él una película o un sueño lejano, nublaba los ojos, agachaba las cejas y quedaba medio bizco cuando el puro estaba ya por acabarse. De corrido prendía el siguiente y el siguiente cuando se acababa el anterior, y a ratos iba escupiendo en el tarrito de la esquina que estaba lleno de escupitajos y parecía como si escupiera la parte podrida de una ciruela. Cuando terminaba de fumarse los tres puros se levantaba y salía de la caseta mareado, como si acabara de aterrizar en la luna, o como si por dentro lo hubiera invadido una música africana de Guinea.
Si entraba con alguien en la casetita, entonces le hacía prenderse un puro cuando él ya se había fumado el primero, y le leía las cenizas que no se caían nunca, se quedaban pegadas al puro como si fueran historias de entre dientes, y entonces Javier hablaba de suerte, de hijos, de futuro, de amores pasados, de preocupaciones y de estrellas.
Javier. Las adivinanzas
- ¿Por qué te rascas?... te he visto.
Doña Bernardina tomaba café frío y se abanicaba con un diario viejo, ni siquiera se había dado cuenta de que se había rascado el pecho con la mano derecha.
- No sé, no me había dado cuenta- dice un poco sin entender, un poco con miedo porque la cara de Javier se transforma en una risa de caníbal.
- ¿Acaso te falta…?- Javier hace un movimiento seco de brazos y piernas dos veces. Risa de caníbal. Busca la respuesta en los ojos de la señora Bernardina.
- …Puede ser… ahora que lo dices… digamos que espero a alguien…
- ¡Ah!, ¡qué bueno!, ¡así es que pronto habrá fiesta!, me gusta, ¡ráscate!, ¡ráscate!
Javier. El café
Javier se levanta con el sol pero todavía tiene los ojos cerrados y bosteza cuando va al baño. Luego prende el fuego de la cocina y entre legañas enjuaga la olla, cinco cucharadas de café, un pedazo de panela, agua y a remover. Javier se sienta en la mesa y empieza a hurgar en los diarios viejos pero los ojos todavía no le sirven para leer. El café hierve tres veces, Javier apaga el gas y vuelve a dormirse. A lo largo del día va llegando la gente, algunos vecinos, otros vienen de Puerto Asís, de Santa Ana, y siempre es lo mismo cuando llegan a la casa de Javier, las puertas abiertas y una voz sabia y burlona, Pero pase, hombre, pase, tome asiento, hay café frío en la cocina.
Javier. Las despedidas
- Sí, en un ratito, cuando termine de escribir este cuento
- ¿Hacia dónde van?
- San Agustín
- Yo te voy a pedir algo, Laura. Regálame un pedacito de una hoja de tu cuaderno.
- ¿De MI cuaderno?
- De TU cuaderno
Lo miro sin desconfianza, arranco un rectángulo perfecto de la última página y se lo doy.
- Escribe- me dice. Sospecho que él no sabe escribir.- “KOMBI EXTRANJERA LLAMADA DINAMITA”
Y yo escribo en letras mayúsculas
- “NÚMERO”… ¿qué número es?
Sale de la casa y se para frente al Volkswagen amarillo, cara a cara, desde afuera me grita
- “7582”, ¡escribe!- Y yo escribo
- Ahora escribe:“ LAURA NATALIA PITU ALEXIS”, déjame ver. Eso es, ya está… Ah, sólo falta, aquí, mira, escribe: “VISITANTES. GRACIAS POR VENIR”. Así. Esto es todo lo que me queda de ustedes.
Nada de margaritas a los cuerdos
La carretera sin asfaltar te deja sentir un poco más la Tierra, pienso cagándome en los amortiguadores inexistentes de nuestra queridísima furgoneta. En los pueblitos nos aman pero no nos compran nada, nos dan comida pero nunca dinero, nos enseñan el río y nos miran bañándonos desnudos como peces, nos dan de beber cerveza Águila y otra y otra más y nos hablan de muertos y desaparecidos, de guerrillas y gobiernos, de cocaína. De nuevo los militares que nos paran y nos hacen bajar y revisan nuestros documentos truchos y nos miran de norte a sur y entonces (ya es de noche, el camino está agujereado y la Dinamita avanza tiritando como un combo de percusión) nos piden que llevemos a uno que está de permiso, ¡a un militar! Julián sube con una cerveza y vestido de paisano, se va de parranda después de un mes de servicio, Así es, nos cuenta, trabajas 40 días con la metralleta en la mano las 24 horas y luego tienes 20 días para emborracharte y olvidarte de todo. Y mientras, la propaganda de Estado por el camino: En Colombia sí existen los héroes: Ejército Nacional, tranquilo, nosotros vigilamos tus carreteras. Antes era más común, dice el tal Julián con su medallita de la virgen en la mano izquierda y la lata de Águila en la derecha, Uno llegaba, lo mataba a un campesino y guardaba unas armas en la casa del tipo muerto para poder denunciar que había acabado con un guerrillero… te dan 15 días de permiso si capturas a un guerrillero. Ahora no se pasa tanto, dice. La selva se dibuja en el camino como un grabado en sombras, cerros de palmeras, conciertos de sapos, grillos, pájaros y ese extraño Alguienescuchóeso que deja la escena colgando de un hilito por unos segundos. La selva verde, de todos los verdes, se vuelve negra y sólo se deja ver con la luz intimidante de una linterna militar. La selva escondida detrás de una cortina y a lo lejos tormentas que se escuchan como animales furiosos. Yo conduzco y Dizzy Gillespie me acompaña por los altavoces. Ahora las luces vienen de atrás: un furgón gigante en el espejo retrovisor. El militar que llevamos adentro, borracho y simpático, me dice, Oríllate y baja la velocidad, si no te adelantan en seguida es porque te quieren a ti.